¿quién salva a quién?

SRA. KRIKORIAN (Sharon Olds)

Ella me salvó. Cuando llegué a 6to. grado,
con fama de criminal, la nueva maestra
me pidió que me quedara después de hora el primer día de clase, dijo
he oído hablar de tí. Era una mujer alta,
con una profunda grieta entre los pechos,
y una gran nariz calma. Dijo,
Este es un pase especial para la biblioteca.
Ni bien termines tu hora de trabajo—
esa hora de trabajo que me tomaba diez minutos
y después el diablo echaba un vistazo al cuarto
y me encontraba vacía, una casa abierta—
puedes ir a la biblioteca. A toda hora
yo hacía mi trabajo de un tirón y saltaba de mi asiento,
como si saltara del costado de Dios y navegaba
hacia la biblioteca, sola a través de los salones vacíos
y poderosos, mostraba mi pase
y me acercaba al diccionario
para buscar la palabra más interesante
que conocía, chirlo, hundía dos dedos
dentro del frasco de pasta de biblioteca para
chupar ese agrio pegamento mientras
llegaba a la página del cocker spaniel
con su pelaje sedoso enrulándose hacia arriba
como el vapor fino que sale del cuerpo.
Después de chirlo y pecho, pasaba a
Abe Lincoln y Hellen Keller,
a salvo en su bondad hasta el timbre, gracias
a la Sra. Krikorian, giganta amable
de ojos buenos. Cuando me pidió que escribiera
una obra, y la dirigiera, y fue un fracaso, y me
escondí en el guardarropas, me trajo un dulce
como quien apoya una menta sobre la lengua, y hace que el gusano
suba y salga del intestino a buscarlo.
Y así fui vaciada de Lucifer
y llenada de pegamento escolar y eros y
Amelia Earhart, salvada por la Sra. Krikorian.
¿Y quien había salvado a la Sra. Krikorian?
Cuando los turcos invadieron Armenia, ¿quién
la deslizó dentro de un edredón, quien
la encerró en un baúl, quien la despachó a América?
¿Y ese, el que la salvó a ella, y ese—
el que la salvó a ella, salvar al que
salvó a la Sra. Krikorian, que estaba
parada allí en el umbral de 6to. grado, un
ángel caderón, de cabello humeante
flotando alrededor de su cabeza?
Termino debiéndole mi alma a tantos,
a la nación Armenia, un alma más que alguien
empujó detrás de una estufa, enterró
en la grieta de una pared,
escondió bajo una cama. Me despertaba,
a la mañana, debajo de mi cama –sin
saber cómo había llegado allí—y me quedaba acostada
en la penumbra, las pelusas junto a mi cara
redondas y cenicientas, brillando apenas
con el consuelo inquietante de lo que no es ni bueno ni malo.

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