Animal de la escritura
Para la persona con depresión no hay recompensas rápidas. Se trataba de hacer un canal y luego guiar mi bote por él, día a día. Para mí el canal siempre ha sido el trabajo, escribir poesía y novela, y cada una de ellas ha sido una forma de llegar a comprender lo que realmente me estaba sucediendo. La experiencia era el combustible; viviría mi vida quemándolo a medida que avanzara, de modo que al final no quedara nada sin utilizar, de modo que cada pieza se hubiera gastado con el trabajo.
Una nunca se da por vencida si es un animal de la escritura y si a lo largo de los años ha ido creando el canal de una rutina. Esas horas de concentración total en algo que viene de lo más profundo del ser, pero que debe ser visto y manejado objetivamente a medida que se avanza en el papel, seguramente serán fructíferas. Soy feliz cuando escribo. Los demonios vuelven en cuanto me detengo a considerar lo que he escrito, cuando el crítico se apodera del creador. Colette pregunta en alguna parte: "Qué puedo enseñar, a menos que no sea a autodudar, a los que desde temprana edad están obsesionados secretamente con autoquererse en lugar de autotorturarse?".
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Creo que con el tiempo mi trabajo será visto como un conjunto, todos los poemas y las novelas, como la expresión de una visión de la vida que, aunque no esté de moda, tiene validez, al igual que todo el trabajo de mi padre, por la misma razón.
¿Pero y si esta esperanza resulta ser una ilusión? Todavía es un consuelo nada desdeñable servir a un duro maestro apenas sin recompensa, sin vacilar. Henry James lo dijo por todos nosotros cuando puso estas palabras en boca de un escritor en uno de sus cuentos: "Una segunda oportunidad —ese es nuestro error. Nunca la hay—. Trabajamos en la oscuridad —hacemos lo que podemos—, damos lo que somos. Nuestra duda es nuestra pasión y nuestra pasión es nuestra tarea. Lo demás es la locura del arte".
May Sarton, Anhelo de raíces (Plant dreaming deep, 1968)
Foto de Nathan Dumlao en Unsplash
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